El paso del tiempo (artículo)
Soledad Puértolas
(El País 3/07/99)

Uno de los casos más espectaculares de toda esta afanosa corriente
de conservación es el de las estatuas de la catedral de Burgos, que ya ha
levantado, por lo que llevo leído en los periódicos, una polémica en la ciudad.
No alcanza a mi entendimiento esta obstinación por detener como sea el
deterioro de unas figuras que fueron concebidas para vivir al aire libre, como
todas y cada una de las venerables piedras que forman la catedral. Puestos así,
¿por qué no se construye una gigantesca jaula de metacrilato -material que
causa tanto furor- y se encierra en ella a la catedral entera y se la salva del
todo del proceso amenazante de disolución, se la libra de los peligros que el
paso del tiempo, de forma inexorable, representa?
Verdaderamente, no tiene, a mis ojos, ningún sentido, encerrar a
las estatuas ya deterioradas en el interior de un museo, porque ni fueron
concebidas para eso ni, en realidad, nadie las contemplará mucho, porque por
los museos, la mayoría de las personas pasa muy deprisa. Y algunas veces, con
razón, porque creo que es demasiado lo que se expone en los museos como para
poder ser contemplado con calma y detenimiento. Y mucho menos sentido tiene la
sustitución de esas estatuas originales por otras de material indestructible,
llámesele plástico o lo que sea. Si la catedral no es indestructible, ¿por qué
habrían de serlo estas estatuas?, ¿es que tienen más valor que toda la
catedral? Si al cabo de los siglos, la catedral de Burgos se reduce a polvo
-ese polvo que todos seremos-, allí quedarán, sobre el polvo, intactas, las
estatuas de plástico como muestra de nuestro sueño de eternidad. Ellas serán el
símbolo de nuestros sueños. Irremediablemente, acuden a mí los versos de Quevedo:
"!Oh, Roma, en tu grandeza, en tu hermosura,/ huyó lo que era firme y
solamente/ lo fugitivo permanece y dura". El río Tíber, el fluir de la
vida.
Hay batallas contra el tiempo que son perfectamente inútiles,
incluso me atrevería a calificarlas de perversas. No porque no consigan nada,
que eso ocurre en muchas batallas, que no se remedia la enfermedad, sino porque
crean una falsa ilusión que a la larga -o no tan a la larga- puede resultar
nefasta. Muchas operaciones de cirugía estética entran en esta categoría. Se
diría que esta sociedad se ha empeñado en meternos en la cabeza que es un deber
sagrado estar en lucha continua contra el paso del tiempo, que las fachadas de
los edificios deben ser blancas y relucientes, más blancas y relucientes
cuantos más años o siglos tengan, porque envejecer es una desfachatez, una
ofensa en este mundo donde el gran valor es la eterna juventud y donde las
personas mayores tienen cada vez menos espacio y menos funciones. Ser joven o
morir, parece ser la opción.
Otro ejemplo bastante espectacular del extremo intento de
recuperar el pasado son las excavaciones que en la madrileña plaza de Ramales
se están haciendo con el fin de dar con los restos de los huesos de Velázquez,
enterrado, al parecer, en una vieja iglesia hoy desaparecida. Otra vez me
pregunto si el dinero que los ciudadanos dan al Estado, en este caso al
Ayuntamiento, para que los gobernantes les mejoren la vida no estaría muchísimo
mejor empleado en asuntos que les incumben bastante más. La sanidad y la
educación, sin ir más lejos. No creo que para mi admirado Velázquez represente
un honor que vayan por ahí con palas y excavadoras en busca del polvo de sus
huesos. Porque los huesos no son sino polvo, y si acaso fueran "polvo
enamorado" -otra vez Quevedo- no son los mausoleos ni las placas
conmemorativas los que le dan el adjetivo. El "polvo enamorado" es
polvo, y por eso es tan bella la frase.
El "polvo enamorado" de Velázquez está en el aire que
casi se puede palpar en sus cuadros. En la luz que, de izquierda a derecha, cae
sobre el misterio de Las meninas flotan minúsculas partículas de polvo
enamorado, y eso es lo que hace que nuestros pasos se detengan una y otra vez
frente al cuadro para preguntarnos qué vemos realmente en él, para mirar a los
ojos remotos de Diego Velázquez que, desde el fondo de la sala, en el umbral de
la puerta, nos mira y nos ofrece lo que hasta ese momento nunca se nos había
ofrecido: la sencillez convertida en enigma. También se restauró este cuadro,
es verdad, y el tono rosado que la pátina del tiempo había dejado en él dio
lugar, tras la limpieza, a un azul transparente. También esta restauración creó
cierta polémica. Yo lo prefiero así, con la luz levemente azulada. No estoy
radicalmente en contra de toda restauración.
Pero, ¿para qué queremos los restos de Velázquez, el polvo de sus
huesos, si ya tenemos ése: el polvo enamorado de sus cuadros?, ¿en qué
descabellado malentendido vivimos?, ¿por qué no nos rebelamos? Al fin y al
cabo, todo esto se hace con nuestro dinero y no estamos precisamente a salvo de
carencias y necesidades. Pero las autoridades quieren lápidas conmemorativas de
mármol bien pulido, quieren mausoleos, edificios blancos. Ésa es la engañosa
luz que nos ofrecen los depositarios de nuestra confianza. Y nosotros asentimos,
o no decimos nada, porque lo que las autoridades nos ofrecen encaja
perfectamente con lo que oímos aquí y allá, con los valores que respiramos. Es
inaceptable el paso del tiempo, neguémoslo con convicción, cueste lo que
cueste. Pero el tiempo pasa, lo queramos o no, y es mejor saberlo, es mejor
vivirlo, el tiempo pasa, y está bien que pase, porque, si no pasara,
alcanzaríamos la muerte antes de tiempo, nos quedaríamos congelados antes de
morir.
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