Artículos de Cristina Fernández Cubas
Cristina
Fernández Cubas
(El
País, 26/Nov/2001)
Entre
finales del siglo XVII y comienzos del XVIII se produce un incremento notable
de la población malagueña, a pesar de la alta mortalidad infantil, las
epidemias, las hambrunas y las catástrofes como el terremoto de 1680 o los
frecuentes desbordamientos del río Guadalmedina. Hay una fuerte corriente
migratoria del campo hacia la ciudad. La economía se resiente a finales del
XVII. Los períodos de sequía se alternaban con lluvias torrenciales que hacen
perder las cosechas. La mayor parte de la población vivía de la agricultura.
Sin embargo, es el comercio malagueño el que experimenta un desarrollo
extraordinario, convirtiéndose en la principal fuente de riqueza de la ciudad.
Así
dejan Málaga los últimos años del siglo XVII. Pero no solo se cambia de siglo.
También de dinastía. La estirpe de los Austrias se agota con Carlos II el
Hechizado, que muere sin descendencia y deja al país sumergido en un conflicto
para ocupar el trono. A ese puesto aspira su sobrino nieto, Felipe de Anjou,
nieto del rey de Francia Luis XIV que luchará frente a la casa de Austria, los
ingleses y los holandeses. 'Málaga, a excepción de una pequeña minoría, desde
el primer momento apoya el reinado de los Borbones, al igual que toda
Andalucía', dice María Pepa Lara, directora del Archivo Municipal de Málaga.
'Por eso, no sufre grandes cambios. Sin embargo, a Aragón y Cataluña, que
apoyaron a los Austrias, se les abolieron los fueros con Felipe V', añade. El
Archivo Municipal de Málaga acoge hasta el 9 de diciembre una muestra con
litografías, planos, censos y documentos autógrafos de los reyes, que recogen
la vida de los malagueños de esa época y su relación con la corona.
Andalucía
se vio envuelta en el espíritu francés. 'En el modelo municipal se constituyen
figuras nuevas con la llegada de Felipe V como el jurado, que defiende ante los
regidores la figura del pueblo, siempre con el apoyo real', dice Marion Reder,
profesora de Historia Moderna de la Universidad de Málaga. 'Con la llegada de
Felipe V también se modificó la estructura social e incluso la moda. De la tela
oscura de los trajes, la holandilla y los encajes se pasa a modelos más
vistosos llenos de brocados', dice Reder. 'Desaparece el aspecto severo de los
Austrias y aparece un estilo más sofisticado y elegante. También los hombres
comienzan a usar pelucas', añade.
'Carlos
II y Felipe V nunca visitaron Málaga, aunque la corte mantuvo siempre un
contacto muy estrecho con todas las ciudades', dice Lara. Sin embargo, Felipe V
sí que pasó largas temporadas en el Alcázar de Sevilla, curándose de sus
depresiones.
La
pérdida de Gibraltar
Cristina
Fernández cubas
(El
País, 28/Nov/2001)
Sólo
80 soldados protegían Gibraltar de cualquier ataque. Estas tropas y apenas un
centenar de cañones se enfrentaban el 4 de agosto de 1704 a unos 60 buques de
la armada angloholandesa con 200.000 hombres y más de 3.000 piezas de
artillería. El resultado, la pérdida de La Roca. Unos días antes de la pérdida
de Gibraltar, el 11 de julio, el gobernador de este territorio, Diego de
Salinas, envía una carta al cabildo malagueño advirtiendo de la presencia de
unos 90 barcos hostiles y del peligro que supone para toda la costa debido a la
falta de medios militares. Salinas pide al gobernador de Málaga que transmita
su difícil situación a la armada francesa que se dirige a la zona. El 13 de
agosto, se avista en las costas de Marbella la armada angloholandesa. Desde que
días anteriores a la derrota de los gibraltareños la escuadra enemiga había
intentado instalar tropas de infantería en tierra a la distancia de dos leguas
de Torremolinos, las autoridades malagueñas estaban alerta. Habían llamado a
las milicias de Antequera y villas cercanas, llegando a los 7.000 hombres.
Pronto, los barcos franceses alcanzarían las costas malagueñas al mando del
conde de Tolosa, hijo de Luis XIV. 'El 24 de agosto se produjo frente a
nuestras costas la que según muchos autores fue la batalla naval más importante
de la Guerra de Sucesión', afirma María Pepa Lara. 'Fue una contienda muy dura.
Desde las siete de la mañana hasta que cayó la noche. Ambas armadas sufrieron
muchas pérdidas y la Historia no da un claro vencedor, aunque los franceses
entraron en Málaga como triunfadores', añade. Una litografía de la época,
expuesta en las salas del Archivo Municipal, conmemora el combate naval frente
a las costas de Vélez-Málaga.
*
Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28 de noviembre de
2001
Noche
de hotel
Cristina
Fernández Cubas
(El
País, 29 agosto 1999)
Me
habían indicado que en aquella localidad había un único hotel. Cómodo y barato.
Y ahí me dirigía. A alojarme por una noche en el Hotel Fruela. Pero, o era ya
muy tarde o el alumbrado público demasiado débil. No lo encontré. Tampoco a
nadie a quien preguntar. Iba a regresar a la estación, cuando empezó a llover y
me refugié en unos soportales. Entonces me pareció escuchar el lejano sonido de
unas gaitas. Retrocedí unos pasos. La música procedía de una ventana iluminada
en la que, curiosamente, no había reparado hasta aquel momento. Miré sin
disimulo. Tras las cortinas distinguí un salón y a una familia charlando junto
al fuego. La familia infundía confianza, y el salón parecía lo suficientemente
amplio como para tratarse del cuarto-para-todo de una posada antigua. Llamé a
la puerta.
-¿Fruela?
-pregunté.
-No
-respondió una mujer de aspecto muy agradable-. Pero aceptamos huéspedes.
Me
invitó a pasar. Las gaitas surgían de un viejo gramófono admirablemente
conservado, y la mesa que hacía las veces de bar era de madera noble. No soy
anticuario, tan sólo viajante de comercio, pero se me ocurrió que tal vez al
día siguiente podía hacer algún negocio.
-Nos
perdonará -dijo la mujer-. Esta noche estamos de celebración: el cumpleaños de
mi padre.
Tenía
las pestañas largas y tupidas, y los ojos, de un negro profundo.
-No
les molestaré -dije-. Tan sólo quiero descansar. Ella sonrió.
-Puedo
ofrecerle una sidrina. O quizás le apetezca un caldín... Los diminutivos
regionales, en su boca, sonaban dulces, reconfortantes, tiernos. Acepté la
sidrina. Junto al hogar, la familia se había quedado en silencio,
observándonos. Ella, ahora, miraba curiosa mi equipaje.
-¿Qué
lleva en el maletín? ¿Qué vende? Había pronunciado maletín con el mismo encanto
con el que, momentos antes, me ofreciera la sidrina. Me sorprendí pensando que
la palabra "maletín" era deliciosa.
-De
todo -dije, como buen vendedor que soy.
Con
un rápido gesto se recogió el cabello en un moño. Me fijé en su sortija. Una
esmeralda bellísima.
-Baratijas...
-precisé intimidado-. Cosas de feria.
Abrí
el muestrario y, a falta de algo mejor, escogí el artículo-estrella de la
temporada. Una linterna de potencia inaudita, un auténtico foco, nuevo en el
mercado, muy útil para automovilistas, feriantes, hoteleros... Ella no me
prestó atención. Se había quedado prendada de un par de pulseras fosforescentes
y de un tigre de felpa que podía gruñir si se le oprimía el estómago. Me
propuso un trato. No quería dinero, pero a cambio de aquellos objetos me
ofrecía la mejor habitación. La escuché confundido. Los brazaletes no valían
nada, y el tigre llevaba en el dorso el anuncio de una marca de chocolatinas.
-Con
derecho a desayuno -insistió.
Decidido.
La mujer que tenía frente a mí carecía del menor sentido comercial.
Instintivamente me volví hacia el gramófono. No suelo aprovecharme de los
inocentes. Pero aquella pieza debía valer una fortuna.
-¿Le
gusta la música? -preguntó siguiendo mi mirada-. Esta noche vendrán unos
amigos. Gaiteros de verdad. De toda la vida.
No
me atreví a preguntarle si tenía marido. Era hermosa. Cada vez más. El grupo
silente, olvidado de mi presencia, se hallaba ahora absorto en la contemplación
del fuego. Me sentí de más. Después de todo, yo era un intruso y ellos iban a
celebrar una fiesta. Dije que estaba cansado. Ella me acompañó al zaguán y me
mostró unas escaleras.
La
habitación, en el primer piso, era inmensa. Cualquier otra familia no hubiera
dudado en levantar tabiques y convertirla, por lo menos, en cuatro dormitorios.
Pero no parecía que hubiera muchos forasteros en aquel pueblo. O a lo mejor se
alojaban todos en el Fruela. O el Fruela, quizás, dada la ausencia de viajeros,
hacía años que había cerrado. Me desnudé y me metí en la cama. Los ojos de
aquella mujer seguían en mi pensamiento. No era una niña ya y seguramente
estaba casada. Sin embargo, había algo especial en su mirada que parecía
desmentirlo. ¿Y si fuera viuda? Intenté dormir y soñar con los ojos de la bella
viuda, pero casi enseguida empezaron a sonar las gaitas. Las "de
verdad", las "de toda la vida"... No resistí a la curiosidad. Me
puse el batín -¡qué bonita palabra!, "batín"...- y me asomé a la
barandilla de la escalera. Media docena de gaiteros ataviados con bellísimos
trajes regionales cruzaban parsimoniosos el zaguán y entraban en el salón. Dudé
en vestirme y bajar. ¿No era natural que un forastero se interesara por sus
costumbres? Es más, ¿no resultaría una grave descortesía permanecer ajeno a
aquel festejo? Tras el último gaitero apareció la mujer, agitada, feliz, dando
indicaciones con los brazos a alguien que, desde mi puesto de observación, no
lograba distinguir. Entonces se apagó la luz. Durante unos segundos no vi otra
cosa que el brillo fosforescente de las dos pulseras. Sonreí. De alguna manera,
yo estaba allí, con ella. Me llevaba en sus muñecas. Esa dulce sensación duró
tanto -o tan poco- como la breve oscuridad. Enseguida un resplandor poderoso
anunció la llegada de nuevas atracciones. No tardé en ver de qué se trataba.
Era un pastel monumental, de por lo menos siete pisos. Una tarta iluminada que
tres personas arrastraban sobre ruedas al tiempo que las gaitas enmudecían y
del salón llegaban los primeros aplausos. Ahora recordaba avergonzado mi
linterna de pacotilla. ¡Ni siquiera con cinco mil baratijas como aquélla podría
producir semejante resplandor! Las puertas del salón se cerraron tras la tarta,
y yo, a tientas, escuchando encendidos vítores al abuelo, regresé a mi cuarto.
No era sólo una fiesta, sino un homenaje. Y no estaba claro que hubiera sido
invitado.
Al
día siguiente me levanté temprano, recogí mis cosas y bajé al salón. Olía a
limpio, a recién fregado. En una mesa me aguardaba el desayuno. Pan, leche,
café y -la única huella de la gran fiesta- un trozo de tarta de la noche
anterior. Pensé que durante muchos días aquella encantadora familia se vería
obligada a desayunar, comer o merendar siempre lo mismo. A no ser que la tarta
tuviera trampa. Un fondo falso o varios pisos simulados. A través de una puerta
entornada distinguí a la mujer. Estaba preparando un guiso. Hizo como que no me
veía, pero sonrió y se arregló el peinado. Una niña junto al fuego jugaba con
el tigre gruñidor. ¿La hija?, ¿la sobrina? Me acerqué al hogar. Siempre he
sabido ganarme a las criaturas. En mi profesión es casi imprescindible. Si los
feriantes, de quienes intento conseguir un pedido, tienen niños, el trato se
resuelve fácilmente. Encandilo con cualquier chuchería a los pequeños, y sus
padres, en vista del efecto, empiezan a echar cuentas y a calcular ganancias.
Pero esta vez no pretendía vender nada. Tan sólo conseguir alguna información.
Aunque, ¿no era demasiado pequeña para que pudiera sonsacarle? La llamé
"guapina" y le pregunté por la edad del tigre.
-No
sé -dijo encogiéndose de hombros.
Luego,
me miró y alzó orgullosa los dedos índice y corazón.
-Yo,
dos.
-Así
que dos añines -proseguí-. Vaya, vaya.
-¡No!
-protestó súbitamente enfadada. Y se resguardó tras el tigre como tras un
escudo-. ¡Dos siglines!
La
mujer de las pestañas fascinantes entró en aquel momento. Me dirigió una mirada
seductora y cogió en brazos a la niña.
-Espero
que no le haya molestado. Es la pequeña y está muy consentida.
Negué
con la cabeza. Iba a decirle que aquella criatura era un encanto. Un prodigio.
La niña más espabilada que había conocido en la vida. ¡Mira que responderme
"dos siglines"! Pero algo me vino con fuerza a la cabeza.
-¿Cuántos
años cumplía su padre ayer?
-Unos
pocos -dijo con sonrisa encantadora.
Y
recordé la primera impresión ante la deslumbrante tarta descomunal. ¿Qué era lo
que había pensado entonces? Ni cinco mil linternas podían emular tanta
luminosidad. Sí, eso era. Cinco mil linternas. Cinco mil focos. Es decir, cinco
mil velas... ¡Cinco mil...! La cabeza empezó a darme vueltas.
-Tengo
que irme ya -decidí en voz muy baja.
Ella
me miró resignada.
Salí
a la calle. Ahí mismo, frente a los soportales, se hallaba el flamante
"Hotel Fruela". Parecía una broma, un disparate. Me volví hacia la
casa que acababa de abandonar. Una densa niebla se levantó de pronto, como,
según se cuenta, sucede a menudo en aquella región. Agucé la vista y alcancé a
ver, sobre la puerta, una inscripción borrosa: "Posada Brigadoon". No
sé idiomas. Soy un simple viajante, ya lo he dicho. Pero aquel nombre, en
principio sin ningún significado, me afirmó en la decisión de alejarme de allí
lo antes posible. Al abordar el tren me sentí a la vez cobarde y valeroso,
sensato y necio, feliz y desgraciado. Ignoro aún si porque no había llegado a
enamorarme. O todo lo contrario. Porque estuve a punto.
Expreso Gijón-Barcelona, 30 de mayo de 1999.
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