Artículos de Rosa Montero
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Rosa Montero |
El deseo de ser otro
(El País Semanal , 8/10/2017)
Creo que la gente se puede dividir entre aquella a la que desasosiega
pernoctar en un hotel y aquella a la que produce una sensación de libertad.
BUSCANDO INFORMACIÓN en Internet para una novela que estoy escribiendo me
he topado con un dato que me ha dejado turulata: cada día desaparecen en España alrededor de 38
personas. Lo que supone un total de 14.000 al año. De 140 de ellas no
volveremos a saber nada nunca más. Desde que, en 2010, se creó el registro de
PDyRH (Personas Desaparecidas y Restos Humanos: qué nombre tan ominoso), ha
habido más de 121.000 denuncias; 4.000 de los casos siguen sin resolverse.
¿Cómo es posible que en esta sociedad hiperconectada puedan evaporarse
tantísimas personas? Amedrenta imaginar un submundo de mafias, trata de
blancas, tráfico de órganos. O trágicos accidentes y suicidios en lugares
inaccesibles: montañas, acantilados. O, ya desbarrando, agujeros negros capaces de transportarte a otro
universo o pingües empresas clandestinas especializadas en proporcionar nuevas
identidades (a decir verdad, esto último puede que exista). Pido perdón si mis
palabras parecen frivolizar un tema tan terrible como éste: pocas cosas debe de
haber más dolorosas que el hecho de no volver a saber de alguien, ignorar qué
ha sido de esa persona, no poder cerrar jamás la candente herida de su pérdida.
Pero es que la cifra me ha parecido tan elevada que se me ha disparado la
cabeza.
Supongo que en la mayoría de los casos lo que subyace es el afán de escapar
de sus propias vidas. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo poderoso de ser
otro, de huir de uno mismo y empezar de cero? Venimos al mundo pletóricos de
posibilidades, con un sinfín de caminos abiertos a nuestro alrededor; y luego
el tiempo, jardinero loco, se encarga de ir podando los brotes tiernos de
nuestras otras vidas potenciales, hasta dejarnos encerrados en la rama pelada
de lo que somos. Ser sólo uno en ocasiones asfixia. También por eso leemos
novelas, vemos películas, vamos al teatro: para experimentar de manera virtual
otras existencias.
Uno de mis cuentos favoritos, Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, expresa de manera
magistral esta ansia de no seguir siendo lo que eres. Un respetable burgués del
siglo XIX sale un día de casa para un recado nimio y no vuelve a ser visto en
muchos años. Pero lo más grandioso es que alquila un piso enfrente de su
antiguo domicilio y pasa todo ese tiempo espiando el dolor de sus familiares,
el exacto contorno que ha dejado su ausencia. El relato no lo explica, por
supuesto (por eso es tan bueno), pero supongo que, cuando al fin regresa, es
porque ya ha conseguido convertir su antigua vida en la vida de Otro.
Yo no soy tan escapista como Wakefield, pero no puedo evitar imaginarme
siendo otra persona, un salto mental que hago de manera involuntaria todo el
rato y que no tiene nada que ver con el hecho de envidiar una vida bella, sino,
supongo, con la necesidad de salir del encierro de ti mismo. Por ejemplo,
contemplo de pasada un cartel de Se vende en un
balcón de un triste edificio junto a una fea y mustia estación de tren, y de
pronto me digo: ¿y si yo estuviera viviendo ahí? ¿Y si me hubiera pasado
treinta años mirando pasar los trenes y escuchando su fragor hasta dejar de
oírlo? O descubro en el norte de Escocia una granja remota con un hilo de humo
en la chimenea, y al instante me veo en esa cocina junto al perfumado fuego de
turba, protegida por fríos muros de piedra de la dura, bella y sublime soledad
que atisbo cada día por el ventanuco. Seguramente por todo esto escribo
novelas.
Y seguramente también por eso me gustan los hoteles. Creo que la gente se
puede dividir entre aquella a la que desasosiega pernoctar en un hotel y
aquella a la que eso le produce una sensación de libertad. Dormir solo en un
cuarto desconocido e impersonal es la manera más fácil de ser otro, o al menos
de no ser nadie. En ese espacio carente de futuro y de memoria puedes quitarte
momentáneamente el peso de tu vida como quien se quita una chaqueta y, tras
vivir unas breves vacaciones de ti mismo, regresar con alivio y placer a tu yo
y a tu madriguera. Pero para algunos no debe de ser tan sencillo: Wakefield
pasó años fuera de sí. Quién sabe, puede que los que desaparecieron para
siempre estén buscando aún el camino de vuelta.