Artículos de Rosa Montero
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Rosa Montero, escfitora y periodista |
La peligrosa estupidez
Rosa Montero
(El País Semanal 5/11/2017)
Decía Cipolla que un estúpido causa daño sin obtener
beneficio e incluso perjudicándose. Y siempre subestimamos la cantidad de
estúpidos que hay.
HACE YA CASI 30 años que el italiano Carlo Maria Cipolla,
respetado historiador del pensamiento económico, sacó ese librito que le hizo
mundialmente famoso, Allegro ma non troppo (Crítica), un divertidísimo ensayo
sobre la estupidez. Me imagino a Cipolla echando mano del humor para
sobrellevar la mordedura de los imbéciles; muy quemado tenía que estar el pobre
y con razón, porque la necedad humana es insondable y letal.
Concluye el historiador su breve texto definiendo las cinco
leyes fundamentales de la estupidez, a saber: Primera, siempre subestimamos la
cantidad de estúpidos que hay en el mundo. Segunda, la estupidez es una
cualidad independiente de cualquier otra, no está asociada ni al dinero que se
tenga o a la clase social o a la educación recibida, los estúpidos lo son de
manera absoluta y democrática y siempre habrá en la Tierra un determinado
porcentaje de imbéciles (que siempre tenderemos a subestimar). Tercera, un
estúpido es alguien que causa daño a los demás sin obtener con ello ningún
beneficio e incluso perjudicándose a sí mismo: y tengo la impresión de que esta
ley está de rabiosa actualidad en España. Cuarta, por desgracia también
subestimamos la inmensa capacidad de los estúpidos para hacer daño (sobre todo,
añado yo, cuando a la estupidez se le suma redundantemente el fanatismo). Y
quinta: el estúpido es, pues, el individuo más peligroso del mundo. De hecho,
los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados.
Quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban que lo
habían hecho bien.
Andaba yo estos días recordando el libro de Cipolla,
anonadada por la trágica, pavorosa mentecatez que estamos viviendo. Para peor,
además, acabo de leer por pura casualidad un libro tangencial con el tema, El
cerebro idiota (Planeta), del neurocientífico británico Dean Burnett, un ensayo
quizá demasiado recargado de chistecillos (a veces el ansia de aligerar un
texto lo entorpece) pero que explica con rigor y elocuencia no sólo el
fascinante funcionamiento del cerebro, sino también los defectos de fábrica de
nuestras pobres cabezas. Y resulta que del libro emerge, poderoso, el retrato
robot de la esencial estupidez humana.
Habla Burnett, por ejemplo, del conocido síndrome del
impostor, que padecen muchas personas inteligentes y con éxito pero que se
infravaloran de manera constante (por cierto que la mayoría de quienes lo
sufren son mujeres). La cuestión es que cuanto menos inteligentes son las
personas, más seguras de sí mismas tienden a mostrarse, un fenómeno que recibe
el nombre de efecto Dunning-Kruger, por el nombre de los investigadores de la
universidad norteamericana de Cornell que lo estudiaron por primera vez. En
1999, Dunning y Kruger hicieron que una serie de sujetos contestaran unos test
de inteligencia y además les pidieron que valoraran lo bien que les había
salido la prueba. Pues bien, quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban
que lo habían hecho maravillosamente bien, mientras que todos los que lo
hicieron bien supusieron que lo habían hecho peor. De lo que los investigadores
dedujeron que los menos inteligentes no sólo eran más tontos, sino que además
carecían de la capacidad de reconocer que algo se les daba mal.
Por ahora vamos más o menos bien: la prueba sólo
demostraría que los necios lo son en toda su redondez y sin descanso. Pero hete
aquí que diversos estudios, incluyendo los realizados por Penrod y Custer en
los años noventa sobre la credibilidad de los testigos durante los juicios, han
demostrado que todos los humanos, los listos, los tontos y los
mediopensionistas, tendemos a creer más en aquellas personas que hablan con
mayor seguridad, aunque lo que digan sea mentira. Recordemos que las personas
inteligentes son las más inseguras y dubitativas, mientras que las necias son
las más firmes y vociferantes (yo, que padezco en grado sumo el síndrome de la
impostora, a veces discuto con estridente vehemencia, así que debo de ser a
medias avispada y a medias mostrenca). Se diría, en fin, que nuestro cerebro
idiota nos inclina a acatar las opiniones de los estúpidos, con lo cual el futuro
de la especie estaría en grave peligro. A decir verdad, no sé ni cómo hemos
llegado hasta aquí.
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